Estábamos limpiando el viejo garage del abuelo. En el fondo de una caja carcomida encontramos un pequeño atado de papeles que había resistido el paso del tiempo con resignación a prueba de humedades. No era nada extraordinario. No hablaban los papeles de viejos amores clandestinos, ni de secretos más o menos inconfesables. Eran cartas de familia, con su trasnochada letra caligráfica y un estilo educado y respetuoso que se nos antoja perdido para siempre. Había, hay, interés por el destinatario. Hay también, entre líneas, mucho cariño y el deseo de verse cuando las circunstancias lo permitan. Se habla de amigos, de pequeños achaques, de la vida, de la muerte, de esas cosas.
Es como un milagro que esos papeles hayan llegado a nuestras manos. Y es emocionante comprobar que las cosas, sesenta, setenta u ochenta años después, no son tan diferentes a como lo eran entonces.
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