Ayer, como cada día, salimos a
pasear con Guix Guixi. Oscurecía sin prisas con una temperatura muy agradable.
Era todavía temprano, así que nos demoramos con el “Conseller” dejando que él
escogiese el recorrido.
Aproximadamente una hora después
estábamos de regreso.
Al cruzar la placita que hay
junto a Alfriston, descubrí que junto a uno de los contenedores de basura había
una caja repleta de juguetes. Alguien había estado haciendo limpieza este fin
de semana.
Me acerqué y me entretuve remirando
entre los restos de aquel mercadillo de ilusiones perdidas. En el fondo,
sepultados entre muñequitos, coches y trozos de un barco pirata, encontré dos
vagones de tren y unas vías. Uno de los vagones estaba muy tocado y le faltaban
las ruedas. El otro estaba perfecto, impecable, dispuesto a atravesar Europa de
punta a punta en el Orient Express si fuese preciso. Lo guardé cuidadosamente
en mi bolsillo junto con un tramo de vía. Llegamos a casa, le puse la cena a
Guix y entonces pude dedicarme por entero a mi hallazgo.
Cuando llevaba un buen rato dejando
pasar los minutos con mi vagón de tren, Jordi me preguntó por qué estaba tan
contento de haberlo encontrado. En ese momento no supe qué responderle, así que
le susurré un “tú no lo entenderías”.
Más tarde, en el sofá, frente a
la pantalla del ordenador pude pensar y repensar en ello y eso me hizo sentir
bien, muy bien. No, no se lo puedo explicar a Jordi ahora. ¿Cómo explicarle a
un niño que ayer, por un instante, recuperé aquella mágica sensación de intensa
felicidad que me regalaban mis padres cada vez que ponían en mis manos el más
insignificante juguete? Tal vez dentro de diez o quince años él lo comprenda y
tal vez, sólo tal vez, ya no sea necesario darle explicaciones sobre aquel
viejo vagón de tren de juguete.
Ayer, como un regalo, pude volver a tocar con mis dedos mi propia
infancia. Y eso no tiene precio.
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