Era poco amigo del teléfono.
Desde que le diagnosticaron la enfermedad me impuse la obligación de visitarle más a menudo. Sabía que cada adiós podía ser el último. Miraba de arreglar mi agenda para que los viernes por la tarde nada me impidiese pasar con él un par de horas. Ante la callada presencia de Julia, la persona que ha estado a su lado todo este tiempo, papá siempre me preguntaba por Eva, por el niño, por Guix, por mi trabajo. Necesitaba saber que las cosas me iban bien en este mundo enloquecido en que todo se jode de un día para otro. Gustaba de endulzar el momento con unas gotas de licor, poco, muy poco, porque el mal le había estragado el paladar y las ganas de vivir. Lo hacía por acompañarme en el trago. Me decía que la desesperación es la enfermedad de los bebedores solitarios. Siempre tan melodramático.
A lo largo de estos meses ha habido tiempo para todo. Tiempo para reír y para callar, para disfrutar algunas películas, comentar la actualidad, ver documentales de animales... También para llorar. Pero hubo sobre todo tiempo para el desahogo mutuo, para decirnos al oído cosas que no nos habíamos explicado antes, desde la confidencia más divertida hasta la declaración más dolorosa. Fue en estas charlas tranquilas que aprendimos a conocernos un poco mejor. Yo, por mi parte, descubrí qué poco sabía de papá. Y había tanto cariño por medio que llegamos al acuerdo tácito de esquivar la política en nuestras conversaciones. Papá, en política, se subía al monte con gran facilidad y no nos entendíamos.
Conforme la dolencia fue minando sus fuerzas se volvió si cabe más sensible, más melancólico. Yo lo he visto llorar como un crío al atragantársele la letra de "Melodía de arrabal", el viejo tango de Gardel y Le Pera. Demasiada carga emotiva para un hombre enfermo en su última estación. El pasado, su pasado, se había convertido en esa herida supurante que ya nunca cicatrizaría. Imposible atajar la pena al evocar los desmanes de la guerra y la miseria cruel de la posguerra. Sumemos a todo eso alguna traición familiar que lo dejó muy tocado de por vida. Y mucho trabajo, demasiadas renuncias, tantas responsabilidades... Me confesó en más de una ocasión que no había sido feliz. Como si, en cierta forma, la vida le hubiese escamoteado el derecho de réplica.
Para hacerle justicia debo decir que mantuvo su sentido del humor hasta el final. Papá era feliz el día en que los tres hermanos coincidíamos y hablábamos de nuestras cosas. Se enredaba en nuestras conversaciones y siempre echábamos unas risas. Sé que estaba muy orgulloso de nosotros.
Además del privilegio de haberle conocido y querido, tengo la responsabilidad de ser el guardián sentimental de algunas de sus pertenencias. Su viejo reloj de pulsera Cauny Prima detenido en las 12 horas y 28 minutos de hace una eternidad, su alianza de bodas, ese retrato de estudio en que parece un galán de cine de los años cuarenta...
Lo último que me regaló fue una sonrisa cuando ya se le había hecho imposible hablar.
Y al día siguiente nos dejó.