Mr. Cunningham había venido a
Waterbridge a resolver un tema delicado, muy delicado. Mrs. Etell, la dueña
de The Mallows, había escuchado nada casualmente una conversación telefónica
que el abogado mantenía en voz muy baja en su habitación. Quedaba claro que
Cunningham había establecido contacto con alguien de aquí que estaba al corriente
de lo que estaba pasando. En esa conversación Mrs. Etell escuchó un nombre:
Walter Hudson.
Walter Hudson era un señor algo
bruto pero muy buena persona que había vivido toda su vida aquí. Yo lo había
tratado muy poco, pero quienes lo conocían de siempre corroboran mi impresión.
Mr. Hudson era el feliz propietario de una enorme barriga y no tenía familia, ni
conocida ni desconocida. Poseía un negocio de chatarra y recogida de trastos
viejos que albergaba en un destartalado almacén de las afueras. Vivía solo, con
su perrito Blacky, un Setter tranquilo y bonachón con ojos de fumador de
marihuana. El negocio le iba bien y a su edad ya tenía todas las facturas
pagadas. Disfrutaba de la vida tan apaciblemente como su perro, solo que Hudson
podía entrar en el St. George y el pobre Blacky, no. Lo cierto es que nadie podía
sospechar lo que se escondía tras esa vida aburrida y gris. Lo supimos cuando
el pobre hombre nos dejó, pasando a mejor vida, por supuesto. Una vecina lo
encontró muerto en su pequeño despacho, rodeado de papeles, con el pobrecito Blacky
lloriqueando a sus pies y la radio
funcionando ininterrumpidamente desde hacía tres días. Triste, muy triste.
El funeral fue al día siguiente y
asistieron unos pocos vecinos. Uriah Monaghan, un conocido picapleitos del
vecindario, se hizo cargo de todos los trámites, según había decidido en vida
el chatarrero.
Poco a poco iba cogiendo forma
una sospecha y se nos iba haciendo evidente el porqué de la presencia del
abogado londinense en Waterbridge. Empezábamos a comprender que, tras su enorme
barriga, sus trajes usados y sus codos deslustrados había un Walter Hudson
desconocido para aquellos que lo habían tratado en vida. Y la cosa olía a dinero, a
mucho dinero.
-Estoy seguro que el bueno de Walter tenía un buen pico bajo el colchón.
-No seas animal, Benny. Hudson no tenía
donde caerse muerto. Sólo tenías que verle cruzar el pueblo en aquella jodida cafetera
con ruedas. La gorda Sally estuvo tonteando con él hace unos años y dice que no
gastaba un penique. Sólo metía la mano en el bolsillo para pagarse una Guinness
de vez en cuando y alguna revista porno cuando le apretaba. Era de los que
prefería que lo invitasen.
-Pues no tenía mala vida, no
señor. No le debía dinero a nadie, tenía una cama caliente, un perro y, lo
mejor, no tenía en casa una imbécil que le obligase a llevar los calzoncillos
limpios.
-Cualquiera diría que llevar los calzoncillos limpios es una virtud a tener en cuenta...
-¿Lo de la imbécil lo dices por tu mujer?
-Caballeros, haya paz. No empecemos
a disparar con bala. Aquí sólo se viene a pasarlo bien. Un viernes noche no
debe joderse por hablar más de la cuenta. Invito a una ronda. ¡Bill, sirve unas pintas a estos capullos para que no acaben liándose a bofetadas!
-A mí ponme un vaso de leche, que
ya voy cargado.
-¿Cargado o cagado?. Jajajaja...
Ésta es una de las conversaciones
corrientes que uno puede escuchar en el St. George cuando está lleno a reventar,
algo bastante habitual a partir de media tarde. Hay días en que el humo es tan
denso que se puede cortar con cuchillo o directamente con motosierra. Estoy seguro
que esto mismo lo has leído en cualquier novela policíaca, pero es lo más
parecido a la realidad que se me ocurre. Vaya, no me había dado cuenta de la hora que es. Tendrás que disculparme porque se
me hace tarde. Será mejor que lo dejemos para otro momento. He quedado con Eva
en el Mad Duck. Prometo que te explicaré por qué Bill y Michael pasaron de ser
amigos íntimos a odiarse a muerte. Bueno, quizá exagero un poco, pero la cosa
más o menos es así.
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