Me veo mirando a través de una ventana que da al jardín. La mañana es fría, plomiza, neblinosa. Tía Holly anda inquieta desde hace rato. Tardan demasiado..., a ver si les ha pasado algo..., ya deberían estar aquí. Por fin, el runrún se acerca cauteloso, con los faros encendidos. El Austin negro avanza despacio y aminora la marcha hasta detenerse ante la verja. Una señora muy guapa y muy elegante y un señor calvo con bigote aparecen ante mis ojos. Mis tías y mi madre salen al jardín y besan y abrazan a los recién llegados. Ahora entran todos en la casa y la señora me mira sonriente, se agacha y me coge entre sus brazos. Huele como huelen las hadas y su abrigo negro es cálido y muy suave. Mamá me dice que la señora rubia, porque es muy rubia, se llama Catherine. Recuerdo que me besaba y me decía cosas en gaélico que me hacían reir.
Durante mucho tiempo, cuando en casa se hablaba de Catherine yo la evocaba como la había visto aquella mañana de invierno, alta, rubia, muy guapa, bien vestida, sin que el paso del tiempo alterase aquella imagen ideal. Aún hoy, al recordarla, se me hace presente con su aire de actriz de cine, eternamente joven y bella, inmortalizada ya para siempre en la película de mi memoria. Catherine avanzando sonriente hacia la casa, mientras el vaho de su aliento se disipaba en el aire. Catherine pisando la grava del jardín con sus zapatos de charol y tacón de aguja. Catherine regañando a aquel señor que la acompañaba, el simpático Mr. Collins, entre las risas de todos. Catherine iluminada por todas las luces del comedor mientras abría unos paquetes con regalos. Catherine quitándose los guantes de piel para arreglarse el flequillo rebelde. Así es como la recuerdo. Su presencia en mis años pequeños es de un constante ir y venir. Estuvo en casa varias veces.
Un día de invierno llegó sola, casi al anochecer. Tía Holly jugaba conmigo mientras sonaban las canciones en el viejo aparato de radio. Sonó el timbre de la puerta, salió a abrir la tía y apareció Catherine. Traía un bolso y una maleta pequeña. Acudió mi madre. Pasaron todos al salón pequeño, el de la caja de música. Yo seguía en el comedor, con mis lápices y mis dibujos. Al cabo de un rato salieron. Catherine tenía los ojos colorados e hinchados, de haber llorado. Mi madre decía que no te preocupes, que ya verás como todo se arregla, mientras tía Holly la abrazaba. Mi padre, aparte, observaba sin decir nada.
Catherine estuvo un par de días en casa. Una mañana de lluvia papá la acompañó a la estación. Al verlos alejarse por el camino, cogidos del brazo bajo la intimidad confidente del paraguas, pensé que parecían otras personas, dos desconocidos, dos amantes que sufrían por un amor desgraciado e imposible.
Mis padres me dijeron que Catherine era medio familia nuestra. Durante la guerra y la primera posguerra los míos la ayudaron a ella y a su madre, que era viuda, a salir adelante. Catherine se casó con Mr. Collins, aquel señor calvo con bigote.
Y nunca más regresó a Waterbridge.
Y nunca más regresó a Waterbridge.
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